Cuando alguien moría en esta ciudad, allá por el siglo
XVI, inmediatamente se pasaba la noticia a los vecinos; las campanas repicaban
lenta y tristemente tocando a duelo, divulgando la mala noticia a toda
Guadalajara. Los miembros de las cofradías pedían oraciones
por el compañero fallecido y hacían todo lo necesario de
los preparativos de la procesión del entierro; mientras tanto, los
deudos y amigos amortajaban el cadáver y llevaban a cabo ante la
justicia, los trámites para el sepelio.
La casa del finado se llenaba de gente, que junto con los esclavos y
sirvientes, rezaban alrededor de éste. Para los trámites
previos para poder enterrar el cuerpo, se requería como formalidad
que existiera constancia cierta y autorizada que el individuo en verdad
estaba muerto; Arturo Hayhoe dice que no sabe quién hacía
esas autorizaciones y pone como ejemplo una que hizo un escribano: "...
doy fe jurada de testimonio como en un aposento de las casas de la morada
del dicho Juan Antonio de Carmona (el muerto), que son en esta ciudad,
estaba echado en una cama y tendido un cuerpo muerto y pasado de esta presente
vida naturalmente, a lo que parecía, y me parece, es el propio Juan
Antonio de Carmona, sochantre de esta Santa Iglesia Catedral, que ante
mí hizo y otorgó su testamento cerrado y sellado...".
Documento fechado el 31 de agosto de 1587.
Había que acatar otra disposición, pero eran los albaceas
quienes debían cumplirla: "... En tal virtud, ordena este Concilio
que siempre que se ofrezca el caso de que alguno haya muerto bajo cierta
disposición testamentaria, antes de que se conduzca la cruz para
sepultar el cuerpo del difunto, manifiesten a los curas los albaceas testamentarios,
a quienes toca, la última disposición bajo la cual falleció,
y si esto no fuera posible, a los menos las cláusulas auténticas
y fehacientes, por cuyo contexto aparezca lo que dispuso el testador acerca
del lugar en que debe dársele sepultura, así como también
relativamente a las misas y demás legados piadosos, de todo lo cual
hagan los curas y beneficiados los correspondientes apuntes en un libro
que al efecto deben tener, cuidando con toda diligencia de que se ejecute
religiosamente y plenamente esa última voluntad..".
Eran muy pocas las personas que no señalaban el lugar donde debían
ser inhumadas; estas pocas gentes lo dejaban la elección y juicio
de sus albaceas. "Ytem. - Mando ser sepultado en donde a mis albaceas
les pareciera". Otras indicaban que las inhumaran en algún
templo o monasterio, sin precisar el sitio exacto dentro del recinto: 'Ytem
- Mando que mi cuerpo sea sepultado en la Iglesia Mayor Catedral de esta
dicha ciudad de Guadalajara, en la parte y lugar que a mis albaceas les
pareciere".
La mayoría decía el sitio con exactitud, unos deseaban que
sus restos descansaran junto con algún ser querido en algún
sitio que por devoción o gusto querían estar;
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según las Leyes de Indias (libro l), no había ninguna
dificultad para que se sepultara en las iglesias y monasterios: "Encargamos
a los Arzobispos y Obispos de nuestras Indias, que en sus diócesis
provean y den orden con los vecinos y naturales de ellas se puedan enterrar,
y entierren, libremente en las iglesias o monasterios que quisieran, o
por bien tuvieren, estando benditos el monasterio o iglesia, y no se les
ponga impedimento". |
A los pobres, esclavos o los que no especificaron donde querían
ser enterrase les sepultaba en el cementerio de la ciudad. Todas las personas
pedían para su sepelio una comitiva, ya sea numerosa o sólo
un pequeño grupo, dependiendo de las posibilidades económicas;
era costumbre invitar al sepelio a los cofrades de las diferentes cofradías
a las que pertenecía el testador.
Era la costumbre pedir misa de cuerpo presente, si era posible el mismo
día del fallecimiento, si no se podía, al día siguiente;
regularmente los testadores querían que la misma fuera en catedral.
Otra costumbre consistía en que durante la misa, se ofreciesen las
ofrendas, que después se repartían entre los pobres y menesterosos
de la localidad. En lo que se refiere a los gastos del entierro, las leyes
ordenaban que "los gastos de los funerales deben de pagarse de los
bienes del difunto, y por consiguiente, no está obligada a ellos
la parte de bienes gananciales que correspondan al cónyuge viudo".
Se entienden por gastos funerarios: la cera, misas y los gastos de enterramiento,
como el hábito con el que se amortajaba el cadáver, ataúd,
la sepultura, etc. Algunas familias lavaban el cadáver de su deudo
antes de amortajarle o encajonarlo: "El velar los cadáveres
por la noche, rodeados de cirios encendidos, y el cerrarles los ojos en
acabando de fallecer fueron costumbres desde muy antiguo establecidas y
que han continuado hasta nuestros días. Y también era costumbre
amarrar las manos y los pies". A muchos cadáveres solo los
amortajaban con sábanas o lienzos y así eran enterrados;
los que contaban con más dinero, eran metidos en ataúdes.
Los restos mortuorios eran trasladados en andas, por cuatro o seis mozos,
criados, amigos o deudos, según los casos, dependiendo de la posici6n
social del difunto.
Chávez Hayhoe nos informa del orden que se guardaba en los entierros:
"Delante de todos desfilaban los invitados extraordinarios (niños
de alguna escuela, etc.)... tras éstos, venía la cruz alta;
seguíanle la clerecía, cofradías, frailes y acompañantes
en general con hachas encendidas, de cera blanca; el párroco del
lugar, con el acetre del agua bendita, venía delante del féretro
y por último, el cuerpo muerto, en sus andas, rodeado de familiares,
amigos, sirvientes y esclavos".
Durante todas las ceremonias, misas, vigilias y letanía, estaban
alrededor del muerto cirios encendidos; terminadas las honras llevaban
al muerto hacia el lugar del entierro, ahí lo depositaban en una
pobre sábana, le cubrían el rostro con un sudario y ataban
sus pies y manos. Por último, el enterrador hacía su trabajo.
"Las viudas exageraban su pena y luto harto el extremo; tanto sentían
su duelo, o simulaban sentirlo, que no ponían pie en la calle por
poderoso y urgente que fuera el motivo que las moviera a salir de sus casas,
y así pasaban semanas y aún meses con tanta clausura y retiro
que ni aún a misa de obligación iban los domingos y días
de precepto".
Fue tanto el abuso de las viudas en dichos menesteres, que los obispos
del Tercer Concilio ordenaron: "Este Concilio previene a los jueces
eclesiásticos que por medio de censuras, o de cualesquiera otras
penas, obliguen a oír misa a las viudas, principalmente habiendo
transcurrido un mes después de la muerte de sus maridos, a fin de
cortar de raíz la corruptela que se había introducido ya
de que no oyesen misa las que hubieran quedado viudas, muchos días
después del fallecimiento de sus maridos, en lo cual han infringido
ciertamente al precepto de la Iglesia, cuya disposición se extiende
también a las mujeres casadas que tampoco oyen misa, excusándose
con la larga ausencia de sus maridos".
En el Libro III del Tercer Concilio, se nos informa de cómo era
el entierro de la gente pobre, nos dice: "...Si el difunto es persona
miserable, y no dejare bienes conocidos, sea sepultado de balde. Si se
diere alguna limosna, aplíquese por medio de sufragio en favor del
difundo, pero de ninguna manera sirva ella para pagar los derechos de sepultura.
Por lo mismo, se previene a los curas y párrocos de las catedrales
y demás iglesias parroquiales, que no conviertan en uso propio las
limosnas que con tal objeto hubieren colectado. Si contravinieron a lo
mandado, se declaran obligados en conciencia a la restitución de
lo que hubieren percibido, sin perjuicio de que los obispos impongan el
severo castigo que merezcan". "Bajo la pena de cuatro pesos,
que se destinarán a cubrir la limosna de las misas que se apliquen
por intención de las almas detenidas en el purgatorio, están
obligados a ocurrir uno de los curas y otro de los beneficiados, luego
que fueren llamados para asistir al entierro de los muertos, aunque sean
pobres. En cada parroquia, provéanse los curas de los dos cirios
para los funerales de las personas miserables, tomando su importe de los
fondos de fábrica, o de las limosnas colectadas, y cuiden de que
lleven acompañamiento los cuerpos de los difuntos y de que alguno
abra la sepultura". "... Ordena este Concilio a todos los curas
seculares y regulares, que encurran personalmente al entierro de los indios
y celebren el oficio de difuntos, asistiendo a los funerales en el lugar
que designe el obispo, con la cruz y revestidos de sobrepelliz, porque
no es justo que los indios recién convertidos a la fe, observen
que los ministros de la iglesia, que tienen encomendada la dirección
de ellos, hacen poco aprecio de las exequias de los difuntos, cuya circunstancia
pudiera escandalizar a estos pequeñuelos".
Con lo anterior, nos damos cuenta que a los párrocos se les
obligaba a asistir a los funerales, aún a los de los pobres y humildes,
pero checando las Leyes de Indias nos enteramos que a los oficiales reales
se les prohibía concurrir a cualquier entierro. "Ordenamos
que los dichos ministros (presidentes, oidores, alcaldes y fiscales) que
no visiten a los vecinos, ni alguno de ellos por ningún caso, ni
a otra persona cualquiera particular, tenga o no tenga, pueda o no pueda
tener negocio o pleito, y así mismo que no vayan a desposorios,
casamientos, ni entierros en cuerpo de audiencia, ni alguno en particular,
si no fuere en casos muy señalados y forzados". |
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Cuando el que moría era un prelado, se le vestía con el
ornamento pontificial color morado, se le colocaba en un lecho cubierto
de telas de seda; se reunían todos los Capitulares "revestidos
de sobrepellices", y capas de oro. Esta comitiva iba precedida por
"la cruz alta", llegaban en procesión a la Catedral con
mucho orden, aquí se juntaban los ministros, "seis Prebendados
vestidos de pluviales y llevando cetros", todos los miembros de los
conventos religiosos y los clérigos. Esta gran procesión
salía de la catedral y se dirigía hacia donde se encontraba
el difunto; llegaban al lugar y se le rezaba al difunto al cual se le descubría
el rostro, después, las Dignidades más antiguas, los Capitulares
y los religiosos, se llevaban en hombros el "féretro decentemente
adornado" (el cual se lo alternaban), hacia la iglesia donde se iba
a sepultar. La comitiva cantaba salmos y otros cantos según la costumbre
en esos casos. En la iglesia se celebraba el solemne sacrificio de la misa
y después de enterrado el difunto, "acompañen sin previa
cruz a los parientes o familiares de dicho prelado hasta la misma casa
de donde haya salido".
En el capítulo VI del Tercer Concilio nos encontramos que : "Para
que resplandezca en toda la reverencia que debe tributarse al prelado,
y nada falte del honor que se le debe cuando muere, decretando el mismo
Sínodo, se establece y ordena, que cuantas veces aconteciere morir
un prelado, al instante se toque muy pausadamente la campana mayor sesenta
veces, después todas las campanas mayores y entonces las parroquias,
los monasterios, las ermitas y hospitales respondan con semejante toque
y solemnidad de campanas. Y esto del mismo modo se haga diariamente por
todos los días siguientes, durante el espacio de media hora, una
vez después del mediodía, y otra después del ocaso
del sol, así como en el tiempo del funeral, a fin de que ocupe a
todos la frecuente memoria de rogar a Dios, para que conceda por su santa
voluntad al difunto prelado la eterna felicidad y al pueblo el conveniente
sucesor". Cuando moría algún prebendado, "vístasele
con las vestiduras sacerdotales que tuviere o comprare, o sin tan pobre
fuere que no puede comprarlas, provéasele de la iglesia, y encomiéndese
a Dios su alma por algunos Capitulares y clérigos que han de nombrarse
por el Presidente. Hecho lo cual, y llegada la hora del funeral, el Dean
y el Cabildo, y juntamente los ministros preparados como de costumbre,
precediendo la cruz con los ciriales, salgan de la iglesia, y lleven el
cuerpo del difunto a la iglesia donde debiere sepultarse, y después
del rezo de la vigilia y del sacrificio de la misa, si según el
tiempo se pudiere, sepúltenlo.
Por lo cual, asimismo, tengan obligación de hacer exequias y
celebrar los sacrificios de la misma que bajo se dirán, y proveer
cualesquiera cosas necesarias y oportunas por el hermano difunto, para
salud del alma y honor del cuerpo". Y cuando el que moría era
un capitular, "tóquese primero dicha campana mayor paulatinamente,
si fuere Dignidad, cuarenta veces ; si canónigo, treinta ; si Racionero,
veinte ; si medio racionero, diez veces y después, al tiempo del
funeral, y de las exequias, todas las demás campanas tóquense
solamente con sonido fúnebre". Los entierro solo se podían
efectuar desde la aurora hasta el crepúsculo, si era de otra hora,
se necesitaba un permiso especial del obispo ; quedaban excluidos del entierro
cristiano : los paganos, judíos, infieles, los herejes y sus partidiarios,
cismáticos, apóstatas, excomulgados y suicidas. Una disposición
curiosa es que : "Procuren los curas con sumo cuidado desterrar los
convites, las crápulas y cualesquiera otros excesos que suelen observar
los individuos cuando tienen que dar sepultura a un difunto, haciéndoles
comprender que debían ya haber renunciado hace mucho tiempo a una
costumbre semejante...".