A causa del gran analfabetismo que antaño abundaba, varias personas
que sabían leer y escribir, tomaron como vocación el apuntar
y redactar lo que las gentes les dictaban; este lucrativo negocio sacaba
de apuros a muchos tapatíos de la época; a los que ejercían
esta "profesión" se les llamaba y conocía popularmente
como escribientes, memorialistas o evangelistas. Actividades que las desarrollaban
en distintos puntos de la ciudad, ya sea por el número o por su
antigüedad, el grupo más numeroso se localizaba en las cercanías
de Santo Domingo (hoy San José) por la calle que pasaba frente al
templo, calle que se llamó de los Escritorios, "desempeñaban
esos menesteres personas de rudimentaria instrucción, sabedores
de unos cuantos términos rimbombantes, muy de la época, Mediocres
para escribir, afectos a tomar posturas graves y, ademanes presuntuosos,
que impresionaban a los clientes".
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El señor Isidoro Loewenstern (austríaco), una vez que
visitó esta ciudad en 1838, nos cuenta sobre estos escribanos, nos
dice que "con sus anteojos sobre la nariz escriben fríamente
aquello que les dictan, o las cartas de condolencia para adoradores desgraciados
que, por su malos artes, han tenido que ser puestos en la cárcel".
Conforme fue creciendo la ciudad, los evangelistas se establecieron
en San Juan de Dios, San Agustín, en el jardín de la Penitenciaría
de Escobedo (hoy Parque de la Revolución) y en el Jardín
de la Soledad (hoy la Rotonda). Al principio escribían todo a mano,
usando la famosa tinta de "huizache", después utilizaron
las primeras máquinas de escribir que llegaron a Guadalajara a finales
del siglo XIX, cobraban "a veinticinco centavos sin elocuencia y a
cincuenta centavos con elocuencia".
Todos los evangelistas de la Soledad fueron alumnos de la Escuela de
Bellas Artes. Cuentan las viejas crónicas que un escribano de nombre
Clemente Ramírez, cobró mucho renombre debido al éxito
que tuvo al dirigir una petición a Maximiliano, Pues resulta que
"cuando el capitán Chabral, al mando de cien zuavos, salió
de Guadalajara en auxilio del general Lozadeño Rivas, a quien Simón
Gutiérrez tenía cercado en Ameca, requirió los servicios
de un arriero, conocedor del terreno, para que le manejara su impedimento.
Forzado o voluntario le tocó a un X desempeñar ese cargo.
Cuando los franceses regresaron vencedores, lo recompensaron por la diligencia
y tino de que había dado muestras. Transcurridos varios días,
un compañero de oficio lo increpó, usando palabras gruesas,
calificándolo de mocho y afrancesado. De los insultos pasaron a
los hechos, saliendo a relucir las armas. Según unos, le clavaron
al arriero en mala parte una aguja de arria, otros decían que un
tranchetazo le cortó la vida.
La mujer del asesinado pidió a Ramírez le escribiera una
carta para el emperador, solicitando la socorriera por haber sido sacrificado
su marido por servir a la causa. El escribiente relató lo acontecido
a su manera, agregando frases ingenuas dictadas por la viuda, terminando
la misiva diciendo que se postraba a sus pies para besarlos y le encargaba
darle muchos saludos a la niña doña Carlotita. Ya sea por
lo chusco de la carta, o por lo candoroso de la demanda, Maximiliano ordenó
le dieran cien pesos, cantidad que la mujer jamás había visto
reunida. Cuando llegó la respuesta, Don Clemente se encargó
de leerla y, envanecido por el éxito, puso sobre su papelera un
rótulo que decía: "Clemente Ramírez, especialista
en misivas para la corte". Ya muy entrado este siglo XX, los útiles
de trabajo eran idénticos a los usados durante el periodo virreinal,
una papelera, dos sillas con asientos de mecate, un catapacio, varios canuteros,
regla, tintero, marmaja y una sombrilla para defenderse del sol.
Allá por los 30's, el señor Dionisio Partida Alvarez junto
con otras personas, tenía su escritorio por el Edificio Mercantil
(hoy Plaza de la Liberación), después se cambiaron el pasaje
Camarena por la calle Morelos, durando en ese lugar de la década
de los 60's a 1982, año en que el Gobierno del Estado los reubicó
en la Plaza Tapatía, eran los tiempos del gobierno de Enrique Alvarez
del Castillo. Los actuales evangelistas atienden a sus clientes en una
pequeña y sencilla mesa de madera, dos o tres sillas, también
de madera o de aluminio, cestos de basura, papel carbón y su indispensable
máquina de escribir. Cobraban por página (en 1993) de 2 a
2,50 nuevos pesos, dependiendo de lo fácil o difícil por
transcribir, predominan los trabajos de llenado de formas para Hacienda,
trabajos escolares y profesionales, etcétera. Actualmente los que
más llevan en el negocio son el señor Margarito, Don Antonio
Salmerón y José Luis Partida; este último lleva más
de dos decadas de servicio a los tapatíos, sobrino del señor
Dionisio Partida Alvarez, quien a la vez fue su maestro.
Platicando con José Luis, me contó que a él le
tocó la "época romántica", es decir, los
tiempos cuando llegaban personas a dictarle cartas de amor, súplicas,
invitaciones, peticiones, etc. Aparte de la Plaza Tapatía, se pueden
encontrar escribanos (muy pocos) en el Mercado Libertad (San Juan de Dios),
en la antigua Central de Camionera, en la Tesorería de Miguel Blanco
y Colón, como en otras partes. Se me ocurrió comentarle a
José Luis que este oficio de escribano le queda poco tiempo de vida,
y él amablemente me dijo que no lo creía, por que son una
herramienta de trabajo muy necesaria cuando las personas están por
la zona y tienen que llenar alguna solicitud o forma, acuden a ellos; para
ejercer bien su trabajo tienen que estar al día en el llenado de
todo tipo de documentos, es más, hasta sirven de asesores a la gente
que no sabe ni que hacer. Consciente de su trabajo y de esto, tiempos,
José Luis se aventuró a decirme que tal vez el día
de mañana se olvide de la máquina de escribir y llegue la
computadora, ¡imagínese! mi culto lector, toda una tradición
modernizada por la informática; bueno, en estos casos sólo
el tiempo lo dirá.