El Perrero


Antiguo oficio era el de caniculario, se trataba de una persona que tenía por trabajo espantar a los animales que se atravesaban en alguna procesión por las calles de esta ciudad. También cuidaba que no entrara animal alguno a la catedral. "Portaba una especie de ropón, similar a un lienzo blanco que usaba de caperuza o capa corta bordada en las orillas. En sus manos, podía apreciarse el temido látigo, de varios metros de largo, como el que utilizaban los cocheros para arriar a las bestias.

Los que recuerdan a este personaje, señalan que, con aire ceremonioso, llevaba el látigo anudado en alguno de los brazo". Cuentan que acostumbraba sentarse en las hileras de las bancas de atrás de catedral, cuando se oficiaba la misa, y checaba con ojo de águila que no entrara ningún perro, gato, caballo o vaca, que interrumpiera el culto. Su presencia era garantía que no se oirían maullidos, ladridos ni mugidos, en todo lo que durara la misa. Leopoldo l. Orendáin nos cuenta que: "Cuando se abrían las puertas de la iglesia metropolitana, aparecía en escena, vestido de sotana azul oscura, sobre la que destacaban dos llaves cruzadas bordadas con hilo rojo.

Una esclavina blanca caía sobre sus hombros, y en la mano, empuñaba largo y tronador "chicote" para zurrar a los perros. "Estos animales, por aquel entonces, abundaban, vagando sin dueño en busca de comer, igual que los menesterosos, pero en los irracionales, el hambre no era fingida, sino verdadera". Sergio René de Dios nos informa que: "Para los chiquillos y la población de ese entonces, la persona que desempeñaba esa actividad no merecía mayor protocolo o dignidad, más que aplicarle el mote de Perrero, lo cual era motivo de festejada broma".

Cuando se prohibió legalmente y se restringieron las peregrinaciones por las calles, el Perrero poco a poco se le disminuyó su extraño trabajo, hasta desaparecer por completo. Se dice que "durante las ceremonias cotidianas de la catedral, como los pordioseros se enseñoraban de las gradas de los altares y se aproximaban a los confesionarios, perturbando a los penitentes con sus demandas, los señores capitulares intervinieron para impedirlo. La tarea de desalojar a los impertinentes visitantes la encomendaron al perrero". El origen de este oficio se dio en las catedrales de España, donde era parte del personal; después de la conquista de México, se ordenó que las catedrales del país imitaran las costumbres de España, entre las que estaba el de contratar y enseñar a una persona como caniculario o perrero.



 


 
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